Hay familiares que comparan el momento del
diagnóstico de la enfermedad de Alzheimer a la llegada de un devastador
tsunami a sus vidas. No es para menos. En ocasiones, al
dictamen se llega de forma simple, pues los síntomas predicen claramente
la enfermedad de la que se trata; pero otras veces son tan sutiles que,
a menudo, al diagnóstico se llega tras una concatenación de pruebas y
situaciones de incertidumbre varias que vaticinan que puede tratarse de
enfermedades tan diferentes como el estrés, la depresión, etc. cuyos
síntomas juegan al despiste hasta que no poseemos el juicio definitivo.
Cuando el paciente se encuentra en una fase inicial
de la enfermedad, donde es consciente de sus síntomas, la primera visita
al médico suele ser un paso difícil de dar por voluntad propia. La
tónica habitual en estos casos es achacar los olvidos o los
comportamientos extraños a los nervios, a haber atravesado situaciones
complicadas o a sufrir temporadas de mucho estrés. El hecho de hacerlo,
de dar ese primer paso y pedir ayuda médica, supone un reto para los
propios profesionales sanitarios, quienes deberán poner a prueba su capacidad para dilucidar qué le van a contar al enfermo en relación con el diagnóstico que se le avecina.
Y es que, aunque en los últimos años la enfermedad de
Alzheimer ha dado un salto mediático sin precedentes que ha contribuido
a que cada día se normalice más -en parte gracias a que personajes como
Pasquall Maragall, que han desvelado su relación con la misma y han
manifestado sus ansias de combatirla-, todavía existen muchas dudas a
nivel comunicativo. ¿Beneficia al enfermo de Alzheimer saber cuál es su diagnóstico? ¿Debemos contarle toda la verdad de la enfermedad que padece?
Sin lugar a dudas, el paciente tiene derecho a ser
informado sobre todo lo referente a su diagnóstico. Es un hecho y un
derecho regulado legalmente. Pero existe la denominada “conspiración del
silencio”, una situación que se da entre el propio facultativo y los
familiares del enfermo de Alzheimer. Entre ellos establecen un acuerdo
no escrito en el que pactan no informar al paciente del diagnóstico. En
definitiva, es una ocultación premeditada de información, en
este caso, sobre su salud, con el lícito objetivo de no proporcionarle
dolor, incertidumbre y malestar sobre una enfermedad que no tiene cura.
Sobre la decisión a desvelarle u ocultarle al enfermo de Alzheimer que
sufre tal enfermedad existen dos vertientes generalizadas.
¿La información es poder? ¿O es mejor no saber?
La información es poder. Un paciente
informado es un paciente que puede tomar decisiones en la fase inicial
de la enfermedad, como optar por afrontar nuevos retos médicos y formar
parte de ensayos farmacológicos si procede. Pero también es un actor que
se implica activamente en terapias no farmacológicas, que hace valer su
derecho a poder llevar un tratamiento acorde con su situación, e
incluso, que puede empezar a poner en orden determinados aspectos de su
vida previendo las consecuencias de la progresión de la enfermedad.
Tendrá menos oportunidades de rendirse al ostracismo o al aislamiento. Y
colaborará con el equipo médico paliando, en gran medida, la
incertidumbre y la ansiedad de los familiares y cuidadores que le
rodean. En resumen, conocer el diagnóstico contribuye a que el paciente
ponga todas sus herramientas al servicio de la causa, es decir, en pro
de frenar el avance de la enfermedad.
¿No saber nos hace más felices? Hay
casos en los que vivir ajenos a la realidad que nos rodea nos aporta
felicidad. En el caso de la enfermedad de Alzheimer, donde un gran
porcentaje de los pacientes -sobre todo en fases iniciales de la
enfermedad- tiende a la depresión o al aislamiento al verse incapaces de
realizar actividades diarias que antes hacían sin problema y cargar con
el pudor de reconocer que no conservan las capacidades cognitivas de
siempre, conocer el diagnóstico puede ocasionar más daños que
beneficios. Hablo de depresión, ansiedad o ideas negativas que en ningún
caso van a fomentar la colaboración del paciente en las decisiones de
su tratamientos farmacológicos y tampoco van a frenar el avance de los
síntomas.
Un paciente “no colaborador” que posee una enfermedad
neurodegenerativa como es el Alzheimer se convierte en un enfermo muy
difícil de guiar a través de las acciones pautadas que se dirigen desde
el ámbito sanitario con el objeto de frenar el avance de la enfermedad.
La negación de la situación o el rechazo del diagnóstico como mecanismo
de defensa tampoco ayudaría, ni al enfermo ni a los familiares, a
sobrellevar el largo e impredecible camino que les espera.
Cabe subrayar que ninguna de las dos posiciones es
100% acertada, pero a su vez, ambas lo son. Eso sí, la decisión que
puedan tomar los familiares o cuidadores asesorados por los facultativos
siempre tiene un pilar fundamental que debe imperar sobre cualquier
otro: el bienestar del paciente.
Merche Cardona Sebastián es Trabajadora e Integradora
Social experta en Alzheimer, con más de 5 años de experiencia en el
trato con afectados por la enfermedad, tanto de forma directa como en
abordaje de la situación con las familias. Autora del blog “La Sonrisa Vacía”,
bitácora de referencia para personas que necesiten información sobre la
enfermedad. Experiencia docente de un año impartiendo cursos de forma
voluntaria a familiares de personas con la Alzheimer. Experiencia de más
de 5 años como trabajadora y voluntaria en AFEDAZ (Asociación de
Enfermos de Alzheimer de Zaragoza).
Fuente: prnoticias.com/salud
No hay comentarios.:
Publicar un comentario